Antes de bajar las escaleras del metro
iba leyendo la cantidad de WhatsApp que tenía. ¡Cinco conversaciones! «¿Pero es
que la gente no trabaja?», se preguntaba Adriana cada vez que veía el móvil
lleno de notificaciones. Aparte tenías las habituales de Facebook, Twitter e Instagram.
Más redes sociales no podía tener pero le divertía mucho estar aquí y allí
compartiendo imágenes, videos, estados, chateando con las amigas y riéndose de
cualquier bobada. Además se había apuntado hacía unos días a una de las páginas
de contactos que tanto abundan por internet hastiada ya de que nada le llegase.
Se emocionó bastante al ver un mensaje de un chico bastante guapo, con barba y
ojos castaños que le decía que le dejaba su móvil para que charlaran más
tranquilos. Inmediatamente le respondió y le agregó. Se metió en el metro y no
pudo mirar más el teléfono, así que fue pensando en todas las cosas que le
quedaban por hacer resoplando pues quería tumbarse en el sofá y descansar. Los
jueves podían con ella. Muchas veces decía que los viernes le sobraban ya que
llegaba muy cansada al fin de semana. Su horario era demoledor, de ocho de la mañana
a ocho de la tarde aunque días como aquel eran un regalo. Una vez al mes su
jefe les dejaba cogerse la tarde libre y la suya había llegado por fin.
Al salir del metro corrió para llegar a
casa pues no se había preparado la comida el día anterior. Al llegar a casa y
tras saludar a Brönte, su gato juguetón, lanzó el abrigo y el bolso a la cama.
Se preparó algo rápido como una ensalada y un poco de embutido. A pesar de ser
su tarde libre no tenía tiempo que perder. Mientras comía volvió a coger el móvil y se
sorprendió de ver una llamada del chico que le había dado su número de teléfono
hacía algunas horas. Adriana le escribió y el chico le contestó que prefería
escuchar una voz pero ella no tenía tiempo así que le dio largas y siguió
comiendo. En cuanto terminó y recogió se puso a mirar unos informes que le
habían enviado por correo electrónico. Los quería tener listos para el día
siguiente antes de que su jefe se los pidiera. Afortunadamente en el solar de
al lado estaban de obras por lo que dormirse no era una opción. Terminado el
trabajo se merecía relajarse. Cogió la ropa de baño y la mochila, y se marchó al
gimnasio a pocos metros de su casa donde se pasaba los pocos ratos libres
nadando y disfrutando en el agua.
Un par de horas después, cansada y muy
relajada, volvió a casa sorprendiéndose de tener varios mensajes del chico que
la había llamado. Fran se llamaba y a juzgar por su foto de perfil era bastante
mono aunque apenas habían cruzado dos
frases. Un simple ¿Dónde trabajas? Y ¿cuándo quedamos? Adriana le explicó que
al día siguiente tenía mucho trabajo y que iban a tener que esperar un poco,
cosa que al chico no le gustó mucho. No le dio importancia y llamó a su prima
que estaba a unto de dar a luz.
—¡Prima! ¿Cómo estás hoy?
—No me grites Adri que no estoy
sorda—como ya era costumbre esta era la forma de su prima Patricia de hablarle.
Entendía que las hormonas la tuvieran alterada a pesar de saber que su prima
siempre había sido cariñosa y agradable. Comprendía a la perfección que su
marido estuviese ansioso porque diera a luz.
—Vale, no te enfades. Cuéntame cómo te
sientes. ¿Muchas contracciones?
—¿Y cuando no? Ya sabes que tengo
contracciones hace un mes sin parar. No sé porqué me preguntas eso—. Adriana
quería mucho a su prima porque era lo único que tenía en este mundo pero las
dos últimas semanas la tenía harta de tanta mala contestación.
—Ya te queda muy poco prima. Ya verás
que en menos de lo que esperas tienes a tu bebé entre los brazos.
La conversación continuó un minuto con
el mismo tono, Patricia quejándose porque quería ya dar a luz y Adriana escuchándola
con paciencia aguantando las malas respuestas de su adorada prima. Esa que
había sido su única familia desde que tenía uso de razón. Sus padres habían
muerto siendo ella muy pequeñita y la abuela materna se encargó de cuidarla
hasta que hacía un año había fallecido. Desde entonces estaba sola, y aunque le
encanta su independencia y hacer las cosas a su manera, echaba de menos llegar
a casa y charlar con alguien; que hubiera una persona esperándola o acostarse
sabiendo que en las difíciles noches en las que los recuerdos pesaban sobre
ella, un brazo la estrecharía entre sus brazos y no se sentiría tan sola en el
mundo.
Los malos recuerdos provocaron que un
nudo de angustia y una sensación inmensa de tristeza se instalaran en su pecho.
No tenía apetito así que se hizo un sándwich y se metió en la cama sin volver a
mirar el teléfono. Después de todo, ¿quién querría saber cómo estaba?
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